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domingo, 26 de agosto de 2007

LA FE

LA «FE» QUE EN VERDAD SALVA
Por Les Thompson
La justicia de Dios se revela por fe y para fe; como está escrito, mas el justo por la fe vivirá (Romanos 1.17).

Efectivamente, el problema de Lutero era que creía en la iglesia, seguía a la iglesia, confiaba en la iglesia y reposaba su fe en la iglesia. Creía —junto a sus amigos, profesores y pueblo cristiano en general— en las fórmulas y prescripciones que desde su niñez había aprendido. Entró a la torre creyendo de corazón que «la iglesia lo llevaría a Dios y al cielo».
Ahora en la torre universitaria solo tenía una Biblia. Sobre ella posó su vista en intensa concentración. Escudriñó el sentido del apóstol donde dice: «No me avergüenzo del evangelio, pues es poder de Dios para salvación de todo aquel que cree, porque en el evangelio la justicia de Dios se revela...» y en esa última frase se detuvo. No comprendió cómo el apóstol pudo reunir bajo un mismo sentido «el evangelio» y la «justicia de Dios». A su memoria vino una frase de los Salmos que al enseñarla igualmente le había dado que pensar: «Líbrame en tu justicia». En aquella ocasión se había preguntado: « ¿Cómo puede la justicia traer libertad?»
Toda su vida asoció la justicia de Dios con los juicios temibles del Altísimo. Así se lo enseñaron tanto en la universidad como en la iglesia y en el monasterio. Aun ya como doctor en teología se sentía pecador, y esa palabra justicia todavía lo llenaba de terror e incluso con cierta hostilidad hacia Dios que no consideraba al pecador con misericordia. Se decía: « ¡Ciertamente, si Dios es justo yo, Martín Lutero, estoy condenado!» No entendía cómo san Pablo podía unir los juicios de Dios con el evangelio. Se preguntaba: « ¿Cómo puede el juicio de Dios ser una buena nueva?»
Su idea era que Dios mostraba su justicia castigando a los pecadores cada vez que hacían mal. Por tanto, la única manera en que un pecador podría escapar a esa justicia era haciendo todo lo que Dios le pidiera —de ahí la necesidad indispensable de obras meritorias, para evitar el castigo. Dice Febvre:
Había intentado cientos y miles de veces alcanzar el puerto por sus propios medios. Purificar su alma; aplastar en ella las fuerzas malas; transformarse de pecador en hombre justo... la experiencia, una experiencia cruelmente adquirida, le demostraba que todas sus tentativas para «merecer» la salvación terminaban para él en lamentables fracasos.

Siguiendo esa línea de pensamiento, Lutero hacía gimnasia con el texto de Pablo. No entendía que «solo Dios es capaz de suprimir el abismo proyectándose hacia el hombre, rodeándolo de un amor eficaz, de un amor que, penetrando a la criatura, la regenera y la eleva hasta el Creador».
En medio de esa lucha, una luz prendió en su mente: «Eso que pensaba y me enseñaron no es lo que dice san Pablo —se dijo—. El apóstol enseña que el hombre recibe justicia por un acto forense de Dios a su favor, y no por lo que el hombre mismo haga en su propio favor».
Lutero entendía que San Pablo no se refería aquí a una justicia punitiva; lo que dice es que hay una justicia divina que puede absolver totalmente al culpable. El apóstol se refiere a las gloriosas nuevas del evangelio: ¡Dios envió a Cristo Jesús al mundo para pagar en la cruz la pena del pecado! Jesús, como sustituto que recibe el juicio merecido por el pecador, ahora puede cubrirlo con la santa justicia que viene de él. ¡Por eso —para ser sustituto de los pecadores— murió Jesús! ¡Los que están cubiertos por ese sacrifico ya no están bajo la justicia punitiva divina! ¡Están perdonados! ¡Libres!

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