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lunes, 17 de diciembre de 2007

De Cristo Ha Aprendido El Que Ama A No Descubrir Nada Y Así Tapar La Multitud De Los Pecados




Sören Kierkegaard
1 Pedro 4:8 Y ante todo, tened entre vosotros ferviente amor; porque el amor cubrirá multitud de pecados.
Fragmento de "Las obras del amor: Meditaciones cristianas en forma de discursos"
Lo temporal tiene tres edades y, en consecuencia, propiamente nunca es con plenitud; en cambio, lo eterno es. Un objeto temporal puede tener muchas y diversas propiedades; en cierto sentido podemos afirmar que las tiene de una vez, en cuanto que es lo que es en estas propiedades determinadas. Pero lo que jamás tiene un objeto temporal es una reduplicación en sí mismo; de la misma manera que lo temporal desaparece con el tiempo, así tampoco es otra cosa que lo que meramente sea en sus propiedades. En cambio, cuando lo eterno se da en un hombre, ello se duplica de manera en éste, que siempre que persista en él se dará de doble modo, a saber: en la dirección hacia lo exterior y en la dirección de retorno a la propia interioridad, pero de tal suerte que ambas direcciones constituyan una misma y sola cosa, puesto que, en otro caso, no habría reduplicación. Lo eterno no es meramente en sus propiedades, sino que es sí mismo en sus propiedades; ni tampoco tiene solamente propiedades, sino que es sí mismo en tanto que las tiene.
Lo mismo que con lo eterno acontece con el amor. El amor es lo que hace y hace lo que es. En el mismísimo momento que el amor sale de sí mismo -dirección centrífuga- está siendo en sí mismo -dirección centrípeta-; y en el mismísimo momento que es sí mismo, está saliendo de sí mismo, volcándose fuera, de tal suerte que esta salida y este retorno, este retorno y esta salida, sean simultáneamente una misma y sola cosa. Así, por ejemplo, cuando decimos: "el amor da confianza", queremos significar con ello que el amante, por su íntima esencia, proporciona confianza a los demás. Es evidente que la confianza se extiende en todas partes donde hace acto de presencia el amor. Da gusto acercarse al que ama, pues junto a él no puede reinar el temor. Sí, el amor da confianza; en tanto que el desconfiado a todos los espanta lejos de su vera, en tanto que el astuto y el meticuloso no hacen sino expandir angustia y penosa inquietud en torno suyo, y en tanto que la presencia del dominante cohíbe como un aire apelmazado de tormenta. Pero a la par que decimos: "el amor da confianza", queremos significar también otra cosa, que el amante tiene confianza. Así está escrito: 1 Juan 4:17 "La perfección del amor en nosotros se muestra en que tengamos confianza en el día del juicio", es decir: que el amor hace confiado al amante en el juicio. Y lo mismo cuando decimos: "el amor libera de la muerte", tenemos repentinamente en el pensamiento una reduplicación, significando con ello que el amante libera a otro de la muerte y que también, en idéntico sentido o en otro diferente, se libera a sí mismo de ella.
El amante logra ambas cosas a la par, de suerte que no son sino una y sola cosa. No es que el amante salve a otro de la muerte en este momento, y en el siguiente se salve a sí mismo, sino que en el mismo momento que salva al otro se salva a sí mismo. Y el amor jamás piensa en lo último, en salvarse a sí mismo y alcanzar una confianza íntima, sino que el amante sólo piensa amorosamente en proporcionar confianza a los demás y salvarlos de la muerte.
¡Claro que no por eso queda el amante olvidado! No, en verdad que no queda olvidado el que por amor se olvida de sí mismo, el que olvida todos sus sufrimientos para pensar en los de otro, todas sus desgracias para pensar en las de otro, lo que él mismo pierde para meditar amorosamente en las pérdidas de otro, todas sus ventajas para contemplar las ajenas. ¡Hay Alguien que piensa en él! ¡Dios en los cielos! O digamos mejor: el amor piensa en él. Ya que Dios es amor, y ¿cómo iba Dios a olvidar al hombre que por amor se olvida de sí mismo?
¡El que ama nunca queda olvidado! Ya que mientras el amante se olvida de sí mismo sólo piensa en otro hombre, Dios está pensando en el amante. El egoísta está muy atareado y grita, mete ruido y tiene razón que le sobra para tomar muchas medidas contra el olvido. Pero a pesar de todo quedará olvidado muy pronto. En cambio el amor recuerda al amante que se ha olvidado de sí mismo. Hay Alguien que piensa en él, y a esto se debe el que el amante consiga todo lo que da.
Esta es la reduplicación: el amante es lo que hace, o llega a serlo; el amante tiene lo que da, o mejor dicho consigue lo que da. Esto es una cosa tan extraña como "que el alimento proceda del alimentado". Quizás alguno nos saldrá al paso diciendo:
— ¿Qué tiene de extraño el que el amante posea lo que da? ¿No es éste siempre el caso? Porque es evidente que nadie pueda dar lo que no tiene.
Desde luego, no cabe ninguna duda, pero yo le preguntaría a mí vez: ¿Se da también siempre el caso de que se siga poseyendo lo que se ha dado, o que uno mismo recibe lo que da a otro? ¿Se da siempre el caso de que precisamente se reciba dando, y que se reciba cabalmente lo mismo que se da, de suerte que este dar y este recibir sea una misma cosa? De ordinario no suele ser este el caso, sino al revés, que lo que yo doy lo alcanza otro, no precisamente yo que se lo doy al otro.
Esto quiere decir que el amor siempre entraña una reduplicación. Y esto también es válido cuando se afirma acerca de él, que el amor cubre la multitud de los pecados.
En la Sagrada Escritura leemos -y son las mismas palabras de quien era "el amor"- Lucas 7:47 que al que ama mucho le son perdonados sus muchos pecados. Porque el amor en él es como una cobertura de la multitud de los pecados. En este pequeño libro nosotros tratamos constantemente acerca de las obras del amor, es decir: que consideramos el amor en su dirección hacia fuera. Y es en este último sentido en el que ahora hablaremos acerca de que:
El amor cubre la multitud de los pecados. El amor no descubre los pecados; ahora bien, tenemos que afirmar que no descubrir lo que en realidad existe, al menos en la medida en que puede ser descubierto, equivale a cubrirlo.
El concepto de "multitud" es intrínsecamente algo indeterminado
El que ama no descubre nada, y en consecuencia encubre la multitud de los pecados, en cuanto que podrían ser descubiertos si se intentase. La vida del que ama se ajusta a las palabras del Apóstol según las cuales -hay que ser un niño en el espectáculo de la malicia. Lo que el mundo admira bajo el nombre de sabiduría es el hecho de entender mucho en malicia. Pero la auténtica sabiduría significa comprensión del bien. Y el que ama no desea tener ningún conocimiento del mal, sino que a este respecto siempre es y quiere permanecer siendo un niño.
Supongamos a un niño en una cueva de ladrones -a condición de que no esté con ellos tanto tiempo que se llegue a contaminar-, por lo tanto supongamos a un niño que ha estado un corto período de tiempo en una cueva de ladrones y que acaba de llegar otra vez a su casa, dispuesto a contarnos toda su reciente experiencia. No cabe duda que el niño -cualquier niño que sea- como buen observador que es y en posesión de una memoria prodigiosa, nos contará con pelos y señales todo lo que pasaba en la cueva, pero de tal manera que, a pesar de todo, lo más esencial no entraría en la narración, de suerte que quien no supiera de antemano que el niño habla estado en una cueva precisamente de ladrones, tampoco lo descubrirla ateniéndose a la escueta narración infantil. ¿Qué era lo que el niño dejaba fuera, lo que el niño no había descubierto? Precisamente el mal. Con todo la narración del niño relataba exactamente lo que éste había visto y oído. Entonces ¿qué es lo que le falta al niño? ¿Qué es esa cosa que con tanta frecuencia convierte la narración de un niño en una sátira profundísima respecto de los mayores? No es otra que la falta de entendederas en cuanto a la malicia ya que el niño no tiene ni idea del mal en cuanto tal, y lo que es más, tampoco siente ningún placer en adquirirla. En este aspecto el niño se asemeja al que ama.
Porque en el fondo, para entender acerca de algo, se necesita sobre todo que haya un entendimiento mutuo entre el que ha de entender y lo que ha de ser entendido. Por esta razón también se puede afirmar que el que entiende la maldad -y esto por más que la gente se empeñe en imaginarse que por ese camino puede conservarse limpia, ya que solo se trata de un puro conocimiento de la maldad- está por mucho que diga en entendimiento con la maldad. Y no cabe duda que si no estuviera por medio este entendimiento previo, la persona razonable no encontraría ningún placer en llegar a alcanzar semejante comprensión, al revés, le daría asco y no querría llegar a tener tales conocimientos. Semejante comprensión significa en el mejor de los casos una malsana curiosidad respecto del mal; o encierra una intención solapada de excusar las propias faltas en la medida en que se constata la extensión que va teniendo el mal; o, finalmente, expresa un afán hipócrita de cotizar más alto su propia valía a expensas de la consabida corrupción ajena. Pero ¡cuidado! Porque si por curiosidad se le da al mal el dedo meñique, pronto nos tomará el brazo entero; además ningún peculio es más peligroso que el de tener excusas siempre a mano; y, finalmente, es de seguro una mala manera de ser bueno ésa de serlo o sentirse tal en virtud de las comparaciones que se establecen con la maldad de los demás.
Y si estas formas lejanas de estar en entendimiento mutuo con el mal son capaces de descubrir la multitud de los pecados, ¿qué descubrimientos no hará esa comprensión todavía más confidencial, que en realidad no es más que un pacto formal con la malicia? Lo mismo que el enfermo de ictericia todo lo ve amarillo así también el hombre de semejante comprensión va descubriendo, a medida en que se hunde más y más, que es mayor la multitud de los pecados en torno suyo. Sus ojos, desgraciadamente, se agudizan y se apantallan para ver todo lo más que puedan la mentira, no la verdad; y en consecuencia su mirada cada vez estará más enredada, de suerte que de una manera contagiosa no verá más que lo malo por todas partes, descubriendo lo impuro incluso en las cosas mas puras.
¡Ay, qué tremendo, este modo de mirar las cosas se le convierte, sin embargo, en una especie de consuelo, ya que en cierto sentido tiene una necesidad imperiosa de descubrir una creciente multitud de pecados! Hasta que al fin ya no hay ningún límite para sus descubrimientos; ya que descubre pecados incluso donde sabe que no los hay, y, sin embargo, los sigue descubriendo, disparado por sus mismas sinuosidades, sus calumnias y sus fabulaciones mentirosas, en las que está tan ejercitado; hasta que al fin él mismo termina por creer todo lo que ha descubierto. ¡El, que ha descubierto la multitud de los pecados!
Pero el que ama no descubre nada. Cuando el amante, que no descubre absolutamente nada, encubre de esta manera la masa de los pecados, nos encontramos con un fenómeno que reviste una solemnidad infinita y al mismo tiempo es como si estuviéramos contemplando un espectáculo infantil, algo que recuerda un juego de niños, sí, ¡un juego de niños! ¿No habéis jugado nunca con un niño a la gallinita ciega? Entonces, jugando, hacemos como que no vemos al niño que no obstante está delante de nosotros, o el niño juega a que no nos ve, mientras que se divierte de una manera indescriptible. Lo infantil de ese fenómeno aludido está en que el amante, como en un juego, no acierta a ver con los ojos abiertos lo que pasa cabalmente delante de él; y lo solemne del mismo fenómeno consiste en que es el mal lo que aquél es incapaz de ver.
Piensa ahora -para referirnos al ejemplo más sublime de todos-, piensa en Cristo cuando estaba ante el Sanedrín, y piensa en la multitud enfurecida y en el círculo de los entonces distinguidos. ¡Ay, y piensa también en aquel inmenso oleaje de miradas dirigidas hacia El, de miradas escrutadoras que sólo esperaban a que El cruzase sus ojos con los de ellos para que aquellas miradas le pudiesen clavar en su rostro de ajusticiado todas las befas, el desprecio, la lástima y el odio que le tenían! Pero Cristo no descubría nada, sino que amorosamente encubría la multitud de los pecados. Imagínate aquella avalancha desencadenada de injurias y desprecios y bromas hirientes; imagínate aquel inmenso griterío. Con la particularidad de que cada uno de los que gritaban se guardaba muy bien de que su voz se oyese tanto como la del que más, para evitar a toda costa el enorme ridículo que habría sido mostrarse negligente en semejante caso, o sin ganas de colaborar con los demás, ¡tratándose precisamente de un referéndum, es decir del instrumento de expresión de la auténtica opinión pública, para despreciar, herir y maltratar a un inocente! Pero Cristo no descubría nada, y cabalmente no descubriendo nada, ocultaba amorosamente la multitud de los pecados.
Y Cristo es el modelo. De Cristo ha aprendido el que ama a no descubrir nada y así tapar la multitud de los pecados. Por eso el que ama, como digno discípulo del Maestro, "abandonado, odiado y con la cruz a cuestas", va avanzando entre las befas y las lástimas, entre los escarnios y los gritos de muera, y no obstante sin descubrir nada en virtud del amor que lo habita y lo transporta milagrosamente, más milagrosamente incluso que en el caso de los tres jóvenes que salieron ilesos del horno de fuego ardiente. Al fin de cuentas las befas y los escarnios propiamente no causan ningún daño, a no ser que el escarnecido se dañe descubriendo, es decir: amargándose. Pues en cuanto uno se amarga, ya está descubriendo la multitud de los pecados.
Y para que veas con toda claridad cómo el amoroso oculta la multitud de los pecados al no descubrir nada, procura representarte este fenómeno a la luz de un nuevo amor. Suponte que este amoroso tuviera una esposa que lo amaba. Precisamente porque lo amaba descubriría más íntimamente el mucho daño que intentaban hacerle; sí, herida en lo más íntimo, descubriría cada una de las miradas de burla que lo dirigían y con el corazón deshecho oiría los gritos del escarnio; ¡mientras él, el amoroso, no descubría nada! Y ahora suponte que el amoroso, en cuanto no podía evitar el ver u oír lo que pasaba, estuviese dispuesto a confesar que él era seguramente el equivocado, con el fin de disculpar a los que lo atacaban. Entonces no cabe duda que su esposa tampoco descubriría en él la más mínima falta, al revés, no haría sino ver todavía con mayor fuerza lo mucho que los otros lo injuriaban. Con esto, y en tanto meditas lo que la esposa descubría con toda razón, ¿no estás viendo qué verdad es que el amoroso, no descubriendo nada, cubre la multitud de los pecados? En fin, aplica todo esto a las demás circunstancias de la vida, y no podrás por menos de conceder que el amoroso realmente oculta muchísimas cosas.
El amor cubre la multitud de los pecados- ya que cuando no puede, evitar el ver u oír algo, entonces lo encubre con el silencio, con la disculpa o con el perdón.
Con el silencio cubre la multitud de los pecados:
A veces acontecerle que una pareja de enamorados desean mantener ocultas sus relaciones. Suponte ahora que en el momento en que estos se prometen mutuamente amor y guardarlo en silencio, se encontrase junto a ellos por pura casualidad un tercero, con la particularidad de que se trataba de un hombre noble y amoroso, en quien se podía confiar. Naturalmente, este buen hombre les prometió también guardarlo en silencio. ¿Habría entonces dejado de ser oculto el amor de esta pareja? Y el amoroso se comporta siempre de esta manera, cuando de improviso, por pura casualidad, pero sin nunca pretenderlo, llega a enterarse del pecado de un hombre, de una falta cualquiera en la que haya delinquido, o de cualquier atolondramiento a propósito de una que otra fragilidad: el amoroso lo calla y así encubre la multitud de los pecados.
Alguno, ni corto ni perezoso dirá:
—La multitud de los pecados siempre será la misma, cállense o no se callen, puesto que el silencio ni quita ni pone, porque en realidad sólo puede callarse lo que existe.
Preferiríamos que el que dice esto nos contestase a la siguiente pregunta: ¿Acaso no acrecienta la multitud de los pecados el que cuenta las faltas y los pecados del prójimo? Aun suponiendo que la multitud de los mismos permanezca idéntica por el hecho de que me calle o cuente lo que sé sobre el particular, sin embargo, en cuanto me callo, estoy haciendo lo que debo para ocultarlo. Nosotros mismos solemos decir con frecuencia que los rumores no hacen sino exagerar las cosas; o lo que es lo mismo, que las empeoran. Pero no es en este sentido en el que estoy pensando ahora. No, es en otro sentido completamente distinto en el que tenemos que afirmar que acrecientan la multitud de los pecados aquellos rumores que pregonan las faltas del prójimo.
No debe tenerse una idea demasiado ligera de este conocimiento acerca de las faltas del prójimo, como si no hubiese ningún problema por el hecho de que en definitiva sea verdadero lo que se cuenta. Porque la verdad es que no está exenta de culpa cualquier confidencia acerca de las faltas del prójimo, aunque sean ciertas; al revés, lo más fácil es que uno se haga culpable por el solo hecho de llegarlas a conocer. De esta manera acrecientan la multitud de los pecados todos los rumores, o quienes cuentan las faltas del prójimo. Con tantos rumores y palique los hombres se acostumbran a ser curiosos, superficiales, envidiosos y, probablemente, malvados, a costa de saber muchas cosas acerca de las faltas del prójimo, pero en realidad a costa de corromperse ellos mismos. Sería de desear que los hombres volviesen a aprender a callar. Y si en definitiva no pueden callarse, entonces al, menos que hablen lo que quieran de las cosas fútiles y sin importancia, pero que consideren que las faltas del prójimo constituyen inevitablemente un asunto muy grave como para hablar de él. Por eso mismo es un signo de corrupción el estar hablando siempre de ellas de un modo curioso, superficial y lleno de envidias. Por tanto no hace sino acrecentar la multitud de los pecados el que contando las faltas del prójimo fomenta la corrupción humana.
Por desgracia es una cosa demasiado evidente el enorme afán que tienen los hombres de echar el ojo en las faltas ajenas, y todavía ese afán sea quizá mayor cuando se trata de contarlas. Es algo tremendo, aunque -para emplear la expresión más benigna- no fuese más que una especie de debilidad nerviosa, lo que hace caer a los hombres con tanta facilidad en esa tentación incitadora de poder sacar los trapos sucios del prójimo en medio de la calle, logrando en seguida un auditorio atento hasta más no poder, gracias a una narración tan divertida. Y si esto ya es una cosa depravada considerándolo como mero placer de una cierta debilidad nerviosa que hace que el individuo en cuestión no sea capaz de callarse nada, ¿qué diremos cuando, lo que no es infrecuente, se trate de esa pasión espantosa, diabólica y consentida que domina a algunos individuos siempre en pos de la meta más maldita de todas? Se puede afirmar sin género de dudas que ningún ladrón, ningún salteador de caminos, ningún malhechor, en una palabra, que ningún criminal es en el fondo tan depravado como semejantes individuos, que se han impuesto como su única tarea y medio de vida el dar a la luz pública y con todos los recursos a su alcance, los defectos, las debilidades y los pecados del prójimo, proclamándolos con un denuedo que no emplean nunca ni las mismas voces dedicadas a la verdad, poniendo cátedra en todos los rincones del país, incluso allí donde apenas llegó nunca un anuncio de cosa favorable, y metiéndose en todos los escondrijos, incluso aquellos que no toca apenas la palabra de Dios. ¡Así de denodados son estos predicadores del mal, que quieren imponerle a todo el mundo, incluso a la misma juventud desarmada, los conocimientos infecciosos de que ellos hacen gala! ¿Acaso hay algún criminal que en el fondo esté tan corrompido como semejantes individuos? ¡Y esto aunque fuesen exactas las cosas malas que contaba! Sí, aunque fuesen exactas. Claro que no cabe en cabeza humana el que un individuo sea capaz de dedicarse con toda seriedad eterna y de una manera rigurosa a hacer un alegato verídico de la absoluta verdad de todas las cosas malas que nos acaba de contar, haciendo además hincapié en que está dispuesto a sacrificar su vida en el servicio de esta verdad abominable, que es el recuento de la maldad.
En el Padre Nuestro le pedimos a Dios que no nos deje caer en la tentación. Pues bien, ¡yo te pido, Dios misericordioso, que si alguna vez caigo en la tentación, una sola vez, no me niegues la gracia de que mi pecado y mi falta sean uno de esos que el mundo considera sin ambages como repugnantes y detestables! Porque lo más tremendo de todo es que uno cometa una falta, que, por cierto, clama al cielo... que uno vaya cometiendo faltas y más faltas, día tras día, sin nunca caer en la cuenta de ello, cabalmente porque todo el contorno y la propia existencia de uno se habían convertido en un espejismo haciéndole creer que no era nada, que no eran ni siquiera pecados, sino algo casi digno de mérito.

Finalmente, el amor cubre la multitud de los pecados con el perdón.
El hecho de callarlos no disminuye propiamente en nada la notoria multitud de los pecados; las explicaciones atenuantes ciertamente que disminuyen algo dicha multitud, porque logran aclarar que esto o lo de más allá no era en definitiva pecados, pero el perdón encierra la virtualidad de eliminar lo que innegablemente era un pecado. De esta manera el amor emplea varias tácticas para encubrir la multitud de los pecados, aunque hay que afirmar que el perdón es la más típica de esas tácticas amorosas.
Otra cosa acontece con el perdón en relación con la multitud de los pecados, a saber: que el perdón elimina el pecado perdonado.
Este es un pensamiento maravilloso, y por lo mismo también es un pensamiento de la fe; ya que la fe siempre está relacionada con aquello que no se ve. Yo creo que lo visible se deriva de lo invisible; yo veo el mundo, pero lo invisible no lo veo, lo creo. De esta manera entre "perdón" y "pecado" intercede una relación de fe, relación que apenas suele considerarse. ¿Cuál es aquí y en definitiva lo invisible? Lo invisible en este caso consiste en que el perdón desaloja lo que a pesar de todo existe; lo invisible consiste en que lo que se ve, no obstante no se ve; puesto que viéndolo, resulta de todo punto invisible el hecho de que no se vea. El amoroso está viendo el pecado que perdona, pero cree que el perdón lo hace desaparecer. Esto en realidad no puede verse, ya que lo que puede verse es el pecado; y además, si no se viese el pecado, ¿cómo seria posible perdonarlo? Por eso de la misma manera que la fe convierte en cierto sentido lo invisible en visible, así, también, aunque en sentido contrario, el amoroso cree que con el perdón desaparece lo visible. Las dos cosas son objeto de la fe. ¡Bienaventurado el que cree, porque cree lo que no puede ver! Y ¡bienaventurado el que ama, porque cree desaparecido lo que a pesar de todo podría verse!
¿Quién es capaz de creer esto? El que ama es capaz de creerlo. Entonces ¿por qué es tan raro el perdón? ¿Acaso no se debe a que la fe en manos del perdón sea tan débil y tan rara? Incluso los hombres bastante buenos, nada inclinados por su naturaleza al rencor o al odio, ni mucho menos pertenecientes a esa especie no infrecuente de hombres irreconciliables, suelen, sin embargo, exclamar: ¡Le perdonaría de mil amores, pero no veo que ello sirva de nada! “¡Claro que esto último tampoco es una cosa que se vea! Pero si alguna vez has tenido necesidad de que alguien te perdonara, entonces no ignoras de cuántas cosas es capaz el perdón. ¿Por qué te empeñas en hablar acerca del perdón de una manera tan inexperta o tan desamable? Porque no cabe duda que encierra mucho desamor esa frase: "¡No veo de qué le pueda servir mi perdón!" Esto no significa que nuestro propósito sea afirmar que un hombre ha de darse importancia por estar en situación de poder perdonar a otro, ¡ni muchísimo menos! , pues entonces nos enfrentaríamos de nuevo con un caso de desamor. Sin duda se dan ciertas formas de perdonar que a ojos vistas contribuyan a aumentar la culpa, en vez de disminuirla. Solamente el amor tiene la habilidad suficiente -permítasenos hablar de este modo, aunque parezca un poco bromista- de emplear el perdón de tal modo que desaloje el pecado. Cuando hago gravoso el perdón, ya sea porque he llegado a perdonar como a la fuerza, o dándome importancia por ello, entonces no acontece ningún milagro. En cambio si que acontece un milagro cuando perdono por amor, un milagro de la fe. Todo milagro, desde luego, es un milagro de la fe. ¿Qué extraño, pues, que junto con la fe hayan desaparecido también los milagros? Y este, milagro del amor que perdona, consiste: en que aquello que se ve, al ser perdonado ya no se ve.
Ha quedado borrado, ha quedado perdonado y olvidado, O como dice la Sagrada Escritura acerca de lo que Dios perdona: ha quedado escondido a sus espaldas. El que haya sido olvidado no significa, evidentemente, el que se lo ignore; pues lo que se ignora ni se sabe ni se ha sabido nunca. En cambio, lo que se ha olvidado, se supo alguna vez. Por esta razón, olvidar en este sentido sublime no es precisamente lo contrario del recuerdo, sino de la esperanza. Ya que esperando doy existencia con mi pensamiento a una cosa que todavía no existe; por el contrario, olvidando quito con mi pensamiento la existencia a lo que a pesar de todo existe, es decir, que lo elimino. La Escritura enseña Hebreos 11:1: que la fe se orienta hacia lo invisible, pero también enseña a la par que la fe es la firme seguridad de lo que esperamos; lo que implica que lo esperado sea semejante a lo invisible, ya que no existe de suyo, sino que recibe su existencia de la esperanza que lo piensa. El hecho de que Dios perdone los pecados es la antítesis de su creación; porque al crear, Dios está sacando algo de la nada, mientras que perdonando arroja de nuevo algo a la nada. Lo que está oculto a mis ojos, no lo he visto nunca; pero lo que está escondido a mis espaldas, lo he podido ver y lo he visto alguna vez. Cabalmente ésta es la manera que tiene el amoroso de perdonar: el amoroso perdona, olvida y borra el pecado, y así se vuelve amorosamente hacia aquel a quien acaba de perdonar; mas una vez que se ha vuelto hacia él, ya no puede, indudablemente, estar viendo lo que queda a la espalda. No es preciso ser un superdotado para comprender que es imposible ver lo que uno tiene a la espalda, al mismo tiempo que es igualmente fácil de comprender con qué admirable acierto ha sabido el amor dar con esta expresión. En cambio, ¡eso sí! es dificilísimo en la mayoría de los casos el hacerse uno mismo amoroso, de suerte que gracias al perdón eche a sus espaldas las culpas del otro. A los hombres les resulta mucho más fácil por lo común cargar cualquier culpa, aunque se trate de un asesinato, sobre la conciencia de otros hombres. ¡Cualquier cosa antes que perdonar, y así tener que cargar uno mismo sobre sus espaldas con las culpas de otro! La excepción es el que ama, ya que este oculta la multitud de los pecados.
No digas que "la multitud de los pecados siempre permanecerá la misma, perdónense o no se perdonen, puesto que el perdón ni quita ni pone". Preferirla que me respondieses a la siguiente pregunta: ¿Acaso no acrecienta la multitud de los pecados el que falto de amor deniega el perdón? Y por añadidura, ¿no es la irreconciliación un pecado más, y de tal naturaleza que todo el mundo lo debiera tomar en cuenta? Sin embargo, no nos toca ahora destacar este punto, sino que en la misma línea del discurso seguimos preguntando: ¿Acaso no existe una relación misteriosa entre el pecado y el perdón? Cuando un pecado no está perdonado, entonces está reclamando un castigo, ya delante de los hombres, ya delante de Dios. Ahora bien, cuando un pecado reclama castigo, entonces aparece completamente distinto, enormemente mayor que cuando el mismo pecado está perdonado. ¿Será todo esto una mera apariencia? De ninguna manera, se trata de una diversa realidad. Y así, para emplear un símil imperfecto, no es ninguna mera apariencia la que hace que una herida se nos presente en un momento como algo horrible, y en cambio en el momento siguiente, después que el médico la ha lavado y curado, la veamos mucho menos horrible, por más que se trate de la misma herida. Por tanto ¿qué es lo que hace el que deniega el perdón a otro? Aumenta el pecado, hace que éste aparezca mucho mayor. Por eso el perdón extenúa el pecado, y la negación del perdón lo alimenta. Podemos afirmar, en consecuencia, que aunque no sobreviniese ningún nuevo pecado, con todo y permaneciendo los que ya habla, iríase aumentando por ese camino la multitud de los pecados. Siempre que un pecado permanece, hay otro nuevo en realidad que se le suma, ya que el pecado crece con el pecado. El hecho de que un pecado permanezca constituye un nuevo pecado. ¡Ay, y este nuevo pecado estuvo en tu mano el evitarlo, con sólo que perdonando amorosamente hubiesen eliminado el pecado antiguo! Esto es lo que hace el amoroso, que cubre la multitud de los pecados.
El amor cubre la multitud de los pecados; porque el amor impide que el pecado se produzca y lo sofoca en el mismo momento de nacer.
Aunque se tenga todo preparado en relación a una que otra empresa u obra que se pretenda realizar, sin embargo, todavía es preciso en este caso atender a una cosa más, es decir, a la ocasión propicia. Lo mismo pasa con el pecado: una vez que se da en un hombre, todavía es necesario esperar la ocasión.
Las ocasiones pueden ser muy varias. Por ejemplo, la Sagrada Escritura afirma que el precepto o la prohibición son una ocasión del pecado. Precisamente la ocasión consiste en que algo esté mandado o prohibido. Esto no significa que la ocasión produzca el pecado, ya que la ocasión por sí sola jamás produce nada. La ocasión es como un intermediario o comisionista que presta simplemente su concurso en el trasiego de las mercancías dando lugar simplemente a que se realice el negocio que en otro sentido ya estaba hecho, a saber: como posibilidad. El mandamiento y la prohibición le tientan a uno precisamente en cuanto tratan de restringir el mal; y entonces el pecado se toma la ocasión por su mano, sí es éste el que se la toma, ya que la prohibición no es más que la ocasión. De esta manera la ocasión es como una nada, o como un algo fugaz que se atraviesa entre el pecado y la prohibición, perteneciendo a ambos en cierto sentido, si bien en otro sentido la ocasión sea como algo inexistente, aunque por otra parte jamás ha llegado realmente a existir una cosa, cualquiera que fuera, sin su ocasión correspondiente.
El mandamiento y la prohibición constituyen la ocasión. De una manera todavía más triste el pecado que hay en otro se convierte en una ocasión de pecado para quien se pone en contacto con él. ¡Ay, cuántas veces una palabra irreflexiva y frívolamente pronunciada ha sido la ocasión de muchas caídas! ¡Cuántas veces una sola mirada equivoca ha bastado para que se acrecentara la multitud de los pecados! ¿Qué diremos de los hombres que tienen que vivir a diario en un ambiente en que sólo ven y oyen la embestida del pecado y de la impiedad? ¡Ay, cuántas ocasiones de pecado se le ofrecen a esos hombres! ¡Ay, qué fácil es entonces el intercambio de las ocasiones! El pecado de un hombre está como en su elemento cuando se encuentra rodeado de pecados. Alimentado por la ocasión constante va prosperando y creciendo -caso de que pueda llamarse prosperar a eso de hacerlo con respecto a la maldad. Cada día se va haciendo más perverso; cada día va tomando más forma- caso de que hablando de la maldad pueda emplearse esa expresión de "ir tomando forma", ya que el mal es mentira y engaño, y así algo que no puede tener forma. Y, en fin, va afianzándose más y más, aunque su vida esté flotante sobre el abismo y, por lo tanto, sin encontrar nunca un punto de apoyo.
Consiguientemente toda ocasión, en la medida en que se convierta en ocasión de pecar, contribuye a aumentar la masa de los pecados.
Pero hay un ambiente en que no se da en absoluto ninguna ocasión de pecado; este ambiente es el amor. Cuando el pecado de un hombre está rodeado de amor por todas partes, está cabalmente fuera de su elemento y es algo así como una ciudad sitiada a la cual se le ha cortado toda comunicación con los suyos; algo así como un hombre alcohólico, poco alimentado y al fin extenuado, sin apenas ya esperanzas de ninguna ocasión que sea capaz de encandilarlo de nuevo con la borrachera. Claro que todavía es bien posible que el pecado tome ocasión de contumacia precisamente del mismo amor que le rodea, pudiendo este amor contribuir a que aquél se amargue y se enfurezca todavía mas. Pues ¿de qué cosa no es capaz de hacer ocasión para su ruina un hombre depravado? Sin embargo, a la larga, el pecado no puede hacer frente hostil al amor. Por eso sólo al principio suelen darse tales escenas. Aquí pasa algo semejante a lo que ocurre con el hombre alcoholizado que está en tratamiento, a saber: que éste solamente es capaz los primeros días de sacar fuerzas de flaqueza y armar la marimorena, hasta que las recetas del médico hayan tenido el tiempo previsto de mostrar su eficacia. Y además, aunque hubiese alguien tan depravado que el mismo amor tuviera que dejarlo por imposible... ¡ah, pero no, el amor no abandona a nadie jamás!..., tan depravado y contumaz que nunca cesase de tomar del mismo amor la ocasión de pecar, sin embargo, esto no significaría que muchísimos otros no pudieran de hecho ser salvados. Y así siempre seguirá siendo verdad que el amor cubre la multitud de los pecados.
Generalmente la autoridad no se cansa de excogitar medios adecuados para mantener preso al criminal, y casi lo mismo les ocurre a los médicos, hasta que a veces tienen que echar mano de la camisa de fuerza para mantener a raya a los pacientes locos. Con respecto al pecado podemos afirmar que no existe una camisa de fuerza más eficaz, y al mismo tiempo más liberadora, que la del amor. ¡Cuántas veces no ha sucedido que la cólera, que guerreaba furiosa en el pecho esperando meramente la más pequeña ocasión para explotar, quedóse al fin desarmada porque el amor no le dio la ocasión que buscaba! ¡Cuántas no ha muerto apenas nacer un depravado deseo, que con la angustia voluptuosa de la curiosidad estuvo unos instantes al acecho, espiando la menor oportunidad, pero en seguida sucumbió porque el amor no se la dio y a la par cuidó que ninguna oportunidad se diese! Y el resentimiento profundamente clavado en el alma, tan seguro, tan dispuesto e incluso tan deseoso de encontrar mil ocasiones para irritarse contra el mundo, contra los hombres; y contra Dios, es decir, contra todo, ¡cuántas veces no quedó ya apaciguado en un ambiente de mayor calma, precisamente porque el amor no le ofrecía ninguna ocasión de irritarse! Y esa cerrazón de los espíritus infatuados y tercos que se creían pospuestos e incomprendidos, y en consecuencia aprovechando todas las ocasiones para infatuarse todavía más y solamente deseando nuevas ocasiones para demostrar que tenían razón, ¡cuántas veces no se disipó ante la embestida luminosa y suave del amor que no le dio ni la más mínima ocasión a la infatuación enfermiza! Y esos planes perversos, a los que sólo les faltaba para triunfar el hallazgo de una oportunidad para la disculpa, ¡cuántas veces no tuvieron que deshacerse en cuanto el amor no les ofrecía absolutamente ninguna ocasión para disculparse de la maldad! Sí, desde luego, ¿cuántos crímenes no han sido ya evitados?, ¿cuántos proyectos malvados no fueron ya deshechos?, ¿cuántas resoluciones desesperadas no cayeron ya en el olvido?, ¿cuántos pensamientos pecaminosos no fueron ya frenados en el momento de ir a ponerlos en práctica? y ¿cuántas palabras irreflexivas no quedaron sin llegar a pronunciarse? ¡Y todo esto porque el amor nunca ha dado la ocasión!
¡Maldito el hombre que sirve de escándalo a los demás! ¡Bendito el amoroso, que denegando la ocasión encubre la multitud de los pecados!
1 Juan 4:7[Dios es amor] Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios.
Amén.

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